viernes, 15 de agosto de 2014

El número de Eddington en la Biblioteca de Borges

Hace un par de días y algo más de trescientos kilómetros, pasaban por mis manos, una vez más, las páginas de uno que estaba en la biblioteca personal de Borges: Matemáticas e imaginación, de Kasner & Newman. En uno de mis habituales cafés bizqueaba frente a un diagrama geométrico intentando comprender una parte del razonamiento, hasta el tranquilizante eureka que me libró de la neurosis temporaria inducida por argumentación analítica mal digerida. Pero de esa figura hablaré otro día, porque sigue una línea de investigación aún en curso, que me obligará a pasar por algún oscuro matemático del siglo XIX, a quién he visto acusado de responsabilidad en la introducción del celebrado rigor en el análisis. Por confesión propia, a los matemáticos les gusta el rigor, y parecen haberle pasado la manía a doctos de otra laya. Yo prefiero tener razón a tener una prueba rigurosa, y prefiero acertar a tener razón (y si alguien quiere encontrar un silogismo será a cuenta suya); pero, ante la duda, me amparo en San Feyerabend, y le rezo una oración a la divina Providencia. (Aunque más por la buena influencia de mi abuelita, que por eso de las apuestas pascalianas).

En fin, la cosa es que en ese mismo libro celebrado por el gran Jorge Luis, encuentro la afirmación de que Sir Arthur Eddington dijo haber calculado el número de electrones en el universo, y dan una cifra tan extensa, que yo no veo por dónde, ni cómo, empezaría con semejante conteo. Es más complicado, por ejemplo y por lejos lejos, que pasar por el cuentaganados un humilde hormiguero de tamaño mediano. (Agarrar una hormiga es cosa de manos hábiles, y hasta puede ser peliagudo dependiendo de la especie, pero no me voy a hacer el Wilson hablando de las hormigas, porque de eso no se mucho, exceptuando el hecho obvio de que son más fáciles de manipular que los electrones, que yo nunca vi uno para empezar). Arquímedes había sido más modesto, y comenzaba hablando de las arenas del mar (aunque al poco desbarra con la inmodestia de hablar de cosas muy grandes). Carl Sagan se cansó antes del número mil, según cuenta en uno de esos libros en los que también nos cuenta por qué la ciencia es tan importante (sin darse cuenta de que él no está muy autorizado para hacer eso, porque es científico; el zapatero considera que los tamangos son muy importantes (y yo como que comparto un poco), y los consultores también piensan que la consultoría les hace algún beneficio a los consultados, y yo me quedo más con zapateros, peluqueros y labradores, que con consultores y otros habladores y escribas, por razones que son obvias para cualquiera, en especial el hecho de que las lechugas, los cortes de pelo y las alpargatas son menos prescindibles que el macaneo de los que hablan y escriben de más en vez de agarrar la pala, el pico y arremangarse la camisa; yo considero que la filosofía es muy importante también... Especialmente para los filósofos, que viven de eso...), y su padre, volviendo a Carl, le completó la serie hasta el mil mientras el se bañaba y se ponía el piyama para ir a la catrera, y de paso parece que le metió el pitagorismo en la capocha al fascinarlo con los números grandes y la famosa prueba de Euclides de que siempre hay un número primo más grande (y que, todo sea dicho, es de lo más bonita). No lo quiero invocar a Froid aquí, para no andar metiendo complejos trajédicos en un texto sobre los números grandes, y terminemos hablando de números complejos hasta por el inconsciente... (O incluso de que el órgano eréctil es equivalente a la raíz de menos uno, como ha propuesto, quizá seriamente, cierto afamado psiquiatra y psicoanalista).

La cosa es que yo al número de Eddington de electrones en el universo no le creo ni un pepino. Kasner y Neuman me dicen que, como es obvio, Eddington no los contó. Yo me lo suponía. El número se lo saca de una teoría. Pero a mí las teorías me produce masomenos tanto calambre mental como los números grandes. Aunque la aritmética es útil, porque sirve para ir al mercado, y otros avatares de la vida ciudadana. Y para las necesidades naturales, como diría el estoico Séneca, nunca hace falta mover números grandes. (Nobleza obliga: no sé si realmente Eddington dijo eso, y hasta tengo la duda de si estoy escribiendo bien el apellido del susodicho; cometo el error de citar por segundas, aunque se lo traslado a Kasner y Newman, y yo sólo soy responsable del pecado de reproducción de información sin chequear, y capaz que eso me lo contagiaron los medios de comunicación; como sea, me han hablado de otros números así, y yo los aprendía en la escuela como palabra santa, no teniendo a mano los elementos para hacer los experimentos correspondientes, y a veces sin siquiera saber qué clase de experimentos llevan a tamañas conclusiones; pero creo que eso es práctica masomenos estándar).

viernes, 1 de agosto de 2014

El culo entre dos sillas

Vengo meditando sobre una polémica entre doctos, mientras tomo algunas notas (que, con suerte, podrían salir a luz pública algún día si llegan a adquirir adecuada forma). Uno de esos temas que en una temporada te dicen que sí hay, y en la temporada siguiente que no (como el flogisto, que el antropólogo cognitivo Pascal Boyer lo compara con el concepto de CULTURA en un artículo que traduje por estos días). En ambos casos, los que tales cosas afirman, a favor o en contra, nunca se muestran dubitativos. Están tan seguros de una cosa como seguro están sus detractores de lo contrario (por ejemplo, que selección de grupo sí o que selección de grupo (o multinivel, para agregarle un bit de sofisticación teórica) no) aunque ambas conjuntas no puedan ser verdad; masomenos como eso de que no puede llover y no llover en el mismo lugar y en el mismo instante (y no vale hacer trampa con la excusa vil de que a veces atravesamos una especie de cortina, pasando de la lluvia a la no lluvia; cosa que alguna vez me ha pasado y es de lo más divertido). Cuando uno argumenta, en clásico, debiera respetarse identidad, contradicción y tertium non datur (al menos si uno le cree al manual). Aunque es sensato no descuidar matices y eso de que las cosas no siempre son tan ciertas, habiendo más o menos probables. Como fuere, el tema es que los doctos no andan de acuerdo entre ellos todo el tiempo (menos entre los de ciencias sociales y humanidades, cosa que le sorprendió al físico Kuhn al trasladarse a un departamento académico de una tribu distinta, y le inspiró pensamientos sobre paradigmas, o al menos así lo cuenta en su famoso libro sobre las revoluciones científicas). Entre tanta opinión encontrada, uno que es mono curioso y afecto a los libros, tiene que andar dando banquinazos según cambien los humores de la comunidad científica [y las mareas editoriales; que no se rigen por las leyes de Newton, excepto cuando se trata de cargar las cajas de libros en camiones, darle a alguien literalmente por la cabeza con Ser y Tiempo (Dennett dixit), o cosas así]. (Supongo que en alguna época los maestros carcamales daban cocachos por la cabeza a los alumnos que andaban preguntando de forma insistente por ese asunto de las paralelas de Euclides, o el quinto postulado, diciéndoles que no sean estúpidos, (y que quiénes son para venir a creerse mejor que Euclides, habrase visto!); que les juro que a mí, el famoso postulado, me resulta de lo más claro e intuitivo, en principio, pero si uno se lo piensa más parece que es como una bizquera del intelecto... En fin, a mí las filosofías de las matemáticas me acalambran el cerebro tanto como la teología racional o la física de partículas).

Uno que es lego en casi toda materia sesuda se siente abrumado. Como terapia para semejantes ocasiones mi farmacopedia casera incluye pequeñas dosis del sereno pirronismo de Montaigne.

Recuerdo, a este respecto, un viaje hecho a la capital federal para hacer de claque en el acto político de un candidato que nunca llegó a entusiasmarme ni un poquito, y para un partido al que creo haber pertenecido en alguna época (ahora ya no tengo partidos). Mi devoción a la causa en cuestión dejaba mucho que desear, pero ello no me impidió pasar unos momentos muy divertidos poniendo a punto los dispositivos semióticos para arriar y entusiasmar a la masa, tomando cerveza, y aporreando instrumentos de percusión como mono. Pequeñas felicidades que tiene la vida (y me pregunto si la razón por la que pertenecía a partidos no tenía más bien que ver con esos divertidos rituales, que con toda la doctrina declarada y poco cumplida que suele racionalizarlos, y que a veces le llaman ideología; concepto con el que no me quiero meter, de todos modos, para no empantanarme...). Me parece, para resumir, que en realidad yo tenía ganas de merodear por las librerías de usado en Puan, o en los alrededores de la calle Corrientes, por las cuales circulaba con algún amigo, en bermuda y ushutas, tomando una que otra de esas pico ancho quinientos centímetros cúbicos, que tan cómodas son para los largos paseos metafísicos (y tirar una que otra ficha nocturna en la rocola de un bar de Jazz, en el cual los músicos, justo ese día, decidieron no interpretar). Así, medio en cuatro patas para pispiar un estante casi subterráneo en una de esas de Corrientes, caen en mis manos cuatro volúmenes, un poco antiguos, de los ensayos de Montaigne y en buen francés. Un poco avejentados y polvorientos, pero en muy buenas condiciones. Y todo ello por la módica de diez pe cada uno. Osea cuarenta en total. La hago breve para no cansar: no los compro, y ya en el mismo colectivo de vuelta al pago me empiezan los arrepentimientos. Nunca he vuelto a verlos, y felicito al ciudadano que tuvo la lucidez que a mí me faltó, y los incorporó a sus propios estantes.

A mi buena madre encargué al poco tiempo, ya que iba por esos lares, el echarse unas miradas por Corrientes, como quien se tira una taba. Dada su propensión a malcriarme más de lo que corresponde a una madre espartana (en una de esas porque es salteña, nomás...) se vino desde allá cargando un grueso libraco conteniendo los Ensayos, en versión española de Jordi Bayou Brau y publicados por la Editorial Acantilado, de Barcelona en 2007 (en papel tipo biblia, tapa dura, y una de esas simpáticas cintitas que permiten ahorrarse el separador). Tiene una hermosa dedicatoria que me hizo de puño y letra con ocasión de un natalicio mío, y yo saco un fragmento (páginas 452 y 453) de ese regalo para regalárselo a los ciudadanos que se acercan incautamente a este humilde blog:

"Los campesinos simples son gente honorable, y gente honorable son los filósofos o, según los llama nuestro tiempo, las naturalezas fuertes e ilustres, enriquecidas por una larga instrucción en las ciencias útiles. Los mestizos, que han desdeñado la primera posición, la ignorancia de las letras, y no han podido alcanzar la otra -el culo entre dos sillas, entre los cuales estoy yo y tantos más-, son peligrosos, ineptos, importunos. Son éstos los que turban el mundo. Por eso, por mi parte retrocedo en la medida de mis fuerzas a la primera y natural posición, de donde en vano e intentado salir".

jueves, 24 de julio de 2014

El trago de Heráclito, y otras conductas semióticas

Consulté a la Intérprete sobre la traducción de un fragmentos de Heráclito. Cuando tengo dudas sobre el asunto siempre empiezo por consultar a Rodolfo Mondolfo. En su libro sobre el filósofo efesio traduce el fragmento de la siguiente manera:

"El Señor, cuyo oráculo está en Delfos, ni dice ni oculta, sino que indica."

(el texto está publicado por la Editorial Siglo XXI, y lleva por título "Heráclito: Textos y problemas de su interpretación"; con primera edición en 1966, acusa versión española de Oberdan Caletti; yo cito por la décima edición de 1998; el fragmento se encuentra en la página 42 como fragmento 93, y corresponde a una cita de Plutarco).

No voy a contar los detalles de la discusión, porque corresponden a un trabajo en curso, lejos aún de publicación. Quiero, más bien, referir a otro problema filosófico y antropológico antiguo. Eso de que somos animales que, entre otras cosas, tenemos conductas que yo calificaría de semióticas.

La reflexión me viene gatillada por lo que leo en la página 9 del mismo libro. Otra cita de Plutarco, que transcribo:

"Algunos, al expresar de manera simbólica, sin palabras, lo que se necesita, ¿no logran ser alabados y admirados de manera destacada? Así Heráclito, al pedirle sus conciudadanos que expresara un pensamiento acerca de la concordia, habiendo subido a la tribuna y tomado una copa de agua fría y hechado en ella arena de cebada y agitando con [un poco de] menta, la bebió y se fue, mostrándoles que el contentarse con lo que se encuentra y no necesitar cosas caras, mantiene las ciudades en paz y concordia."

Ignoro si lo que se dice sobre la concordia es verdad o no. Mi tema ahora es otro. Y trataré de ilustrarlo. Yo me imagino un corto de alguien haciendo el preparado en la tribuna. Sin ningún comentario ni explicación. Simplemente, imaginemos al tipo subiendo a la tribuna, agarrando la copa y haciendo el menjunje. Visto así, sin relato que acompañe la acción, empieza a ser menos plausible la afirmación de que esa acción significa lo que dice Plutarco que la nuda acción de Heráclito significa. Incluso podrían pensarse historias alternativas para dar otro significado a la misma acción (Woody Allen agarró una peli japonesa, la edito de una manera diferente, y le puso una banda de sonido con diálogo alternativo, componiendo una historia distinta de pleno derecho). Pero es algo muy humano. Los monos "sapiens" le dan significado a las cosas, más allá de su pura materialidad (como que el papelito con la cara de Julio Roca o Eva Perón vale, pongamos por caso, tanto como 30 lechugas; o que las X varas de lienzo valen tanto como Y levitas con que Marx pone la paciencia de sus lectores a prueba en larguísimas páginas de su libro tan famoso como poco leído...).

No pude dejar de pensar en lo que Clifford Geertz dice tomar de Gilbert Ryle cuando para hacernos comprender la descripción densa nos explica que un cierre de los párpados del ojo puede ser blink, wink, y no se cuántas cosas más. Un caso aún más patente son los significados prácticos atribuidos a las cosas, por ejemplo la ropa. Recuerdo una dama que estaba casi ofendida cuando le dije que sería más cómodo dar clases con ropa de gimnasia, o con bermudas y ushutas, cuando hace mucho calor en Tartagal. A la dama le pareció una falta de respeto. ¡¿Qué clase de profesor es usted?! (Pregunta que me vengo haciendo hace mucho tiempo, sin saber muy bien que contestar. Pero eso es algo que a los filósofos nos ocurre a menudo).

viernes, 18 de julio de 2014

Kandel y el LSD

De Sigmund Freud se cuentan muchas cosas en relación con la cocaína. No voy a entrar mucho en eso, aunque en el Libro negro del psicoanálisis se cuentan un par de conventillos de lo más patéticamente entretenidos al respecto. Entre otras cosas porque involucran personas de carne y hueso. Pero hoy me voy a dedicar a otro entusiasta del psicoanálisis: Eric Kandel. Y los que circundan la literatura de la neurociencia prenderán las antenitas de vinil.

Kandel es palabra de referencia como investigador de la memoria. Comparte, para agregar más, la autoría de uno de los manuales de neurociencia más exitosos que se han escrito. Y por si fuera poco, ha recibido el premio Nobel de medicina en 2000.

Hay un hecho menos conocido, sin embargo, y es que nuestro amigo Kandel se dedicó a la investigación sobre los efectos del ácido lisérgico en las primeras etapas de su formación científica. Y es lo que relata al comienzo del capítulo séptimo de su libro En busca de la memoria (publicado en español por Katz).

Kandel venía de estudiar medicina, y de pasar una temporada trabajando en el laboratorio del pionero de la neurociencia Harry Grundfest. Todo esto ocurre durante la década del cincuenta del siglo pasado. Grundfest sugiere a Kandel que se asocie con Dominick Purpura, un neurocirujano convertido en investigador de laboratorio. Así lo narra Kandel:

“Cuando lo conocí, él acababa de tomar la decisión de dedicarse al estudio del córtex, la región de mayor desarrollo cerebral. Dom estaba interesado en los fármacos que influyen sobre la mente, de modo que los primeros experimentos que compartimos tenían que ver con el papel que desempeñaba en la producción de alucinaciones visuales un agente generador de efectos psicodélicos, el LSD (dietilamida del ácido lisérgico)” (En busca de la memoria, p. 129).

Kandel cita como antecedentes las investigaciones informales y no académicas de Aldous Huxley, narradas magistralmente en su escrito Las puertas de la percepción. Y continúa:

“La capacidad del LSD y de otras drogas similares para alterar la percepción, el pensamiento y los sentimientos de un modo que sólo nos es accesible en los sueños y en los estados de exaltación religiosa la distingue radicalmente de otros tipos de drogas. La gente que toma LSD a menudo tiene la sensación de que su mente se ha expandido y dividido en dos: una parte organizada, que experimenta los efectos perceptivos intensificados, y otra parte pasiva, que contempla los acontecimientos como un mero observador. Por lo general, la atención se vuelve hacia el interior y se pierde la discriminación neta entre el yo y lo que no lo es, lo que genera en la persona que usa LSD la sensación mística de formar parte del cosmos. En muchas personas, las distorsiones de la percepción adoptan la forma de alucinaciones visuales; en otras, el LSD puede causar reacciones psicóticas similares a la esquizofrenia. Por todas estas propiedades notables, Dom quería averiguar cómo funcionaba el LSD.” (p. 130).

Con anterioridad, los neurocientíficos D. W. Woolley y E. N. Shaw, demostraron que el mecanismo estaba asociado con la serotonina. Se usó musculatura lisa del útero de la rata, con el resultado de que el mecanismo detectado era que el LSD se unía a los receptores de serotonina, desplazándola. Kandel y Purpura lograron probar que el mecanismo podía variar de acuerdo con los tejidos, usando para ello corteza visual de gato:

“Anestesiamos a los animales, trepanamos el cráneo para dejar al descubierto el cerebro y colocamos electrodos en la superficie de la corteza visual. Descubrimos así que en la corteza visual, la serotonina y el LSD no se oponen entre sí, como ocurre en el músculo liso del útero. No sólo tenían el mismo efecto inhibitorio de las señales sinápticas, sino que tenían además un efecto recíproco multiplicador. En consecuencia, nuestras investigaciones, así como otras provenientes de otros laboratorios, parecían contradecir las ideas de Woolley y Shaw de que los efectos distorsivos del LSD se debían al hecho de que bloqueaba la acción de la serotonina en el sistema visual. (Hoy en día, sabemos que la serotonina actúa sobre dieciocho tipos de receptores cerebrales y que, aparentemente, sus efectos alucinatorios se deben a que estimulan uno de esos receptores, propio del lóbulo frontal del cerebro” (p. 131).

De la cita anterior yo resaltaría la palabra “aparentemente”. La razón es que mucha neurocháchara en circulación es menos precavida en la exposición prematura de resultados y sus interpretaciones. (De lo cual no podemos acusar a Kandel, cuyas afirmaciones “aparentemente” respetan la prudencia propia de un buen científico practicante). En particular, no ha faltado neurocháchara aplicada al delicado tema de la serotonina.

Sobre la sensación mística y cósmica que a veces se asocia con el LSD y otras sustancias psicoactivas, existe un interesante y reciente VIDEO del psicólogo Jonathan Haidt, que recomiendo calurosamente a los interesados.

sábado, 12 de julio de 2014

Vasos vacíos, o me falta un pe


Cuento un cuento de Malba Tahan. Sobre hijos que tienen que repartirse camellos que heredan del padre. Cuento que concluye paradojo y misterioso. Me retruca un contertuliano: ¿conoces ese de la camisa? Sale 97 mangos. Le pido 50 al amigo A, 50 al amigo B. Voy con cien a la tienda. Me compro la camisa. Sobran 3 mangos. Uno para A, uno para B, uno para mí. Ahora le debo 49 a cada uno, que suman 98. Uno más que me queda hacen 99. Parece que se evaporó algún mango de camino.

¿Como? A ver. Sigo el consejo de Polya en How to Solve It. Me simplifico el problema para sacar ripio. La camisa sale 7 y me prestan cinco y cinco. Pongo cinco porotos en los cinco vasos de A (un vaso por cada poroto). Asigno cinco vasos para otros cinco porotos de B. Yo me pongo diez vasos vacíos. En esos recibo los diez de los vasos de A y B que quedan vacíos, y que es mi responsabilidad llenar de nuevo. De mis vasos saco siete porotos, y siete vasos quedan vacíos. Se convierten en camisa. Me quedan tres vasos, cada uno con su respectivo poroto. De esos porotos paso uno a un vaso de A, y uno a otro de B. Sigo debiéndole cuatro a cada uno. Pongo el último que queda en mis vasos a en algún vaso de B, porque me cae más simpático el hecho de que venga después en el orden alfabético (da lo mismo si opto por A, en caso de simpatía inversa). Ahora le debo tres a B y cuatro a A. Más los tres ya devueltos suman exactamente diez.

Para igualar los cuentos, sumemos a las deudas así establecidas, la diferencia de 45 en el patrimonio recibido en préstamo, y el doble de esa cantidad en el precio de la camisa. No sé a ustedes, pero a mí no se me perdió ningún poroto. (En cualquier caso, me queda por resolver el asunto de cómo volver a llenar los vasos, es decir, devolver los siete o los 97 de la camisa, según que agarre por la versión simplificada o por la original; pero eso ya es asunto de negocios, y no de cálculo).

En criollo y para resumir, diríamos que, al devolver un poroto a cada uno, en realidad el préstamo era de 49, que duplicado da 98. Le resto el precio de la camisa y me queda un poroto. La falacia está en sumar ese rezagado otra vez, para obtener 99, y preguntarse dónde está el que falta para completar 100. Pero es puro espejismo, porque los préstamos efectivos no suman 100, sino 98.

jueves, 5 de junio de 2014

Repartiendo monedas

El libro es El hombre que calculaba, de Malba Tahan. Lo compré en una librería de usado del parque San Martín. Ahora está en Tartagal pero yo en Salta, a pocas cuadras de donde compré el libro. He hablado de Menard por esta temporada. Intentaré, como Menard con el Quijote, reproducir el contenido de uno de los primeros cuentos en ese libro. Solo apelaré a lo que Mnemosine quiera darme. Pero yo no soy ningún Funes.

Dos hombres viajando por el desierto topan con un tercero en mal estado. Lo han maltratado y robado. Los hombres lo asisten, y alimentan. El jura ser un hombre rico, y les dará una moneda de oro por cada pan que compartan con él. El hombre que calculaba posee 5 panes, su compañero 3. Logran llegar a la ciudad.

En la ciudad, van a la casa del jeque, quien se apura a pagar agradecidamente las monedas prometidas. Le da cinco al hombre de los cinco panes, y tres al otro. El hombre que calculaba responde que hay un error. Y explica:

Al sacar cada pan, era partido en tres. Ocho panes divididos en tres piezas son 24 piezas. Ponemos los trozos de panes en fila, representando con C los del hombre que calculaba, y con A los de su amigo.

AAACCCCC
AAACCCCC
AAACCCCC

Lo cual puede también distribuirse así:

AAAAAAAA
ACCCCCCC
CCCCCCCC

La primera fila son los tercios de pan comidos por el amigo, la última los comidos por el hombre que calculaba. El jeque come los ocho tercios del medio, siete de los cuales salen de los cinco panes del hombre que calculaba.

Convencido el jeque por el argumento, reparte las monedas en siete y uno. El hombre que calculaba solicita que le den todas las monedas nuevamente. La solución es matemáticamente correcta -dice- pero no agradable a los ojos de Dios. Parte las monedas en dos grupos de cuatro, y da la mitad al amigo.  

martes, 6 de mayo de 2014

La sospecha

En mi segunda vida en Tartagal (estoy por la tercera) anduve mudado al departamento que se conoce entre los asiduos como el Gran Hermano. Allí, merced a la buena disposición de un colega, sólo he colaborado mensualmente con unos cuantos pesos, que ni se acercan a lo que costaría un buen carrito de supermercado lleno a medias, y me han recibido como un miembro más, de pleno derecho. Por ello estoy justamente agradecido.

Hechas observaciones que la nobleza manda, habría que entrar en tema. En este caso, los libros que he dejado allí al mudar de vida, y que voy retirando de a puchos que coinciden con paseos por mi adoptiva ciudad. En fecha reciente, mi reemplazo en el Gran Hermano me hablaba de aquellos libros, y de sus visitas a los aforismos de La Rochefocauld (aunque ello no por mis libros; que no tenía las obras del duque hasta que hace unas semanas, en una cadena de librerías que ni pienso nombrar si no me pagan algún austral para eso, adquirí un volúmen, bellamente encuadernado y presentado en azul y perla, con obras clásicas de moralistas franceses). Tampoco pregunté a mi amigo, mientras los naipes deslizaban en el paño verde al ritmo de las fichas acumulándose en el pot, por la fuente de sus indagaciones. Agregué que algo no me cerraba con La Rochefoucauld por esos días. Mencioné una preferencia, en materia de aforismos, por un notable alemán: George Christoph Lichtenberg. (Debería haber señalado el Juan de Mairena, que es una de mis debilidades). Hablé sobre su inteligencia y sentido del humor, tomando por exempla la siguiente muestra: Como no pudieron ponerle una cabeza católica le cortaron la protestante.

Ustedes se preguntarán cómo es posible que un mediano como yo tenga la osadía de mirar a La Rochefoucauld de reojo. (Al final de cuentas, yo soy el que compra libros de él). Es un problema hermenéutico. De interpretación de la acción. En concreto, creo percibir, a menudo, un sesgo hacia la opción de tomar, entre interpretaciones posibles (partiendo del supuesto, además, de que toda acción puede o debe ser interpretada) las menos halagüeñas según estándares éticos del noble cánon de las abuelitas (la decencia básica, le dicen algunos en expresión que no me desagrada). Algo así como el popular: piensa mal y acertarás. En el siguiente caso la formulación es de una economía y elegancia difíciles de superar:

Aforismo 107. Resulta difícil juzgar si un procedimiento claro, sincero y honrado es consecuencia de la rectitud o de la astucia.

Encuentro similitudes con la asunción, en clave evolucionista, de que el altruismo es alguna clase de astucia de la razón material que favorece la proliferación de algo llamado genes. El altruismo como un utilitarismo sofisticado e inconsciente. Eso de que los genes son egoístas, y que una de sus tácticas es conflagrarse hasta construir grandes máquinas de guerra, organismos, una de cuyas tácticas consiste en actos que no favorecen a la máquina individual, pero sí al inestable blueprint que cada célula esconde en su parte más íntima, y que permite construir el organismo en su totalidad. Richard Dawkins se hizo famoso por su librito de divulgación sobre el asunto. Aunque para la autoría habría que indagar los apellidos Williams, Hamilton y, sobre todo, Trivers. Robert Trivers es conocido desde hace mucho tiempo, pero alcanzó el megaestrellato en fecha reciente. El autor de bestsellers y psicolingüista experimental Steven Pinker ha considerado que sus aportes son de la mayor importancia para la teoría social. Según Trivers, muchos conflictos humanos, en especial intrafamiliares, pueden explicarse por la cantidad de genes que compartimos. En las últimas décadas ha publicado artículos y libros defendiendo su teoría del autoengaño como estrategia innata para mejorar el engaño interpersonal. El aforismo sería: nos mentimos a nosotros mismos para mejor mentir a los demás. Su libro de reciente publicación lleva por título The folly of fools, y en su lengua original solo conozco la introducción y el primer capítulo (que me descargué como muestra en famoso sitio web de venta de libros, que no pienso nombrar si no me pagan algún austral por ello...); pero he adquirido y ojeado con placer la versión castellana, cuyo título el traductor decidió (él sabrá por qué) volcar como La insensatez de los necios.

Otro ejemplo lo provee Vigilar y castigar, la narración de Foucault sobre el origen de la prisión moderna. Ahí podemos observar, en las primerísimas páginas, la confrontación entre una descripción descarnada del suplicio al regicida Damiens, y la transcripción de algunos reglamentos para una casa de reclusión. Todo un cambio en la forma de castigar: de la tortura al encierro. Los reformistas, señala Foucault, nos hablan del salvajismo de los suplicios, y de la necesidad de suavizar las penas. Pero nos recomienda no dejarnos engañar por esas declaraciones. En el fondo, hay que entender las razones de economía y eficacia de los poderes que subyacen a esas declaraciones humanitarias. Así, podemos leer en la página  23 de mi edición española (publicada por siglo XXI):

"La atenuación de la severidad de las penas en el transcurso de los últimos siglos es un fenómeno muy conocido de los historiadores del derecho. Pero durante mucho tiempo, se ha tomado de una manera global como un fenómeno cuantitativo: menos crueldad, menos sufrimiento, más benignidad, más respeto, más "humanidad". De hecho, estas modificaciones van acompañadas de un desplazamiento en el objeto mismo de la operación punitiva. ¿Disminución de intensidad? Quizá. Cambio de objetivo, indudablemente."

Por lo tanto, si ya no se admite el salvajismo de la tortura supliciante no sería, dice el gran Michel, porque nos hemos vuelto un poco menos trogloditas, sino como forma de cambiar el foco de la cosa para más y mejor vigilar y castigar. Y para mejor producir a partir de la gestión diferencial de ilegalismos y delincuencia. Más que humanismo, entonces, lo que habría es una mejorada economía política de la inmersión de los cuerpos en campos de poder. Dicen los expertos en Foucault que estas reflexiones corresponden a algo que llaman etapa genealógica de su pensamiento, cuyas líneas maestras pueden encontrarse, dicen también, en un texto que gira alrededor de Nietzsche.

Nietzsche, por su parte, no ahorra pirotecnia verbal. La moral, es decir, toda nuestra cantinela sobre bien y mal, correcto e incorrecto, no es más que un gran error; y los ideales ascéticos no son otra cosa que voluntad de poder que, impotente de volcarse al dominio exterior, se interioriza. No hay hechos morales. Solo distintas tácticas de ejercicio del poder. Recomiendo para muestra, en su Crepúsculo de los Ídolos, un sombrío conjunto de reflexiones sobre los mejoradores de la humanidad. Allí enuncia sin tapujos su idea de la inexistencia de hechos morales, y de la moral como una forma falaz de creación e imposición de formas de vida. Sostiene que el cristianismo ha conseguido DOMAR a la muy rubia bestia aria teutónica volviéndola débil y enfermiza, mientras que las leyes de Manu en la India se comparan con la CRÍA SELECTIVA de especies. De paso no pierde oportunidad para celebrar esto último, incluidas sus repugnantes prácticas respecto a los "chandalas", que me abstengo de transcribir. A Nietzsche le parece un mundo moral más amplio y mejor aireado. Como es sabido, Nietzsche detesta el igualitarismo (lo cual me dificulta la comprensión de la manera en que se las arreglan algunos amigos para ser Nietzscheanos de izquierda; aunque no deseo insistir en el asunto, pues yo vivo mis propias contradicciones, y con la vara que uno mide...). Dejo a Nietzsche, no sin antes reparar en una cita del texto que comentamos:

Ni Manu, ni Platón, ni Confucio, ni los maestros judíos y cristianos han dudado jamás de su derecho a la mentira. No han dudado de otros derechos enteramente distintos... Para expresarlo con una fórmula, se podría decir: todos los medios empleados hasta ahora para hacer moral a la humanidad eran, de raíz, inmorales...

Nietzsche, Marx y Freud han sido denominados los maestros de la sospecha por el filósofo hermeneuta francés Paul Ricoeur. Marx no se ha ocupado mucho sobre cuestiones morales. Sus sospechas se vuelcan, sobre todo, a la "falsa conciencia" que sostiene las relaciones sociales en el capitalismo (tema en el que no hemos de entrar aquí). Es conocida, también, la manía freudiana de hallar significados ocultos en las acciones humanas y en los sueños. Un freudiano mucho más reciente, escribiendo un texto sobre la mentira, señalaba, siguiendo a su maestro, que la noción de una conducta (lapsus, acto fallido, contenido de conciencia aparentemente sin significado) sin una causa concreta es anticientífica. Vamos a un ejemplo. En la década de los noventa, y en pleno discurso presidencial, Carlos Menem dijo: vamos a repartir la droga, queriendo decir vamos a combatir la droga. Los expertos en fallidos se hicieron la fiesta. Lejos de la menor intención de defender al susodicho, no encuentro ninguna necesidad de buscar significado a esa clase de cosas. Quizá dedique otro escrito, algún día, a ofrecer mis razones. Por lo pronto, no veo nada anticientífico en negarse a andar interpretando cualquier conducta (más bien diría que la interpretacionitis es una pendiente resbaladiza hacia lo poco científico). Me limito a observar que, ciertamente, toda conducta, en tanto comportamiento material, tiene una(s) CAUSA(S) (un problema que algunos filósofos de la mente no parecen comprender); pero no necesariamente es SÍNTOMA de algo a interpretar. En cuanto a las pruebas de Freud, no pocas veces están sostenidas por cosas tan científicas como hipnosis o interpretación de sueños, con los resultados conocidos por cualquier persona mas o menos culta.

En un libro reciente, destinado a la explicación de la conducta social, el sociólogo noruego Jon Elster hace un interesante esfuerzo por precisar la cuestión de las motivaciones altruistas y egoístas, tomando por fuentes, entre otros, al propio Rochefoucauld con el que iniciábamos. Según este autor, y es difícil no acordar, hay sobrada evidencia de que las personas pueden acometer toda clase de ACTOS altruistas. Lo que no es tan fácil es establecer que en su origen las MOTIVACIONES de todos esos actos son altruistas. Un hermeneuta imaginativo siempre podrá encontrar posibles móviles viles o mezquinos para la acción en apariencia más bella. En la página 116 de La explicación del comportamiento social, Elster da la siguiente cita que atribuya a Montaigne: "Cuanto más llamativa es una buena acción, más rebajo de su bondad la sospecha que en mí nace de que haya sido realizada más por ser llamativa que por ser buena; al ser exhibida, casi se vende". Luego escribe:

En el límite, los únicos actos virtuosos son los que nunca salen a la luz. La angelical abuela del narrador de Proust había internalizado este principio de manera tan exhaustiva que atribuía todas sus buenas acciones a motivos egoístas. Habida cuenta de que la virtud tiene esa característica de borrarse a sí misma, puede haber más de la que salta a la vista. Por otras razones, desde luego, puede haber menos.

La idea de que debemos pensar mal para acertar suele inquietarme. En mi ingenuidad, quisiera que sea cierta la penúltima oración de la cita anterior, y no la última. Creo que hay una buena razón, no obstante, para leer filosofías de la sospecha. Instruyen al público general sobre la manera de pensar de aquellos que son incapaces de creer que en el mundo pueda existir un acto de genuina nobleza.

Y hablando de sospecha: hay que tener en cuenta que, si bien la interpretación no atina en todos los casos a expresar la cosa interpretada, siempre tiene algo para decirnos sobre lo que habita en la imaginación del intérprete.