viernes, 15 de agosto de 2014

El número de Eddington en la Biblioteca de Borges

Hace un par de días y algo más de trescientos kilómetros, pasaban por mis manos, una vez más, las páginas de uno que estaba en la biblioteca personal de Borges: Matemáticas e imaginación, de Kasner & Newman. En uno de mis habituales cafés bizqueaba frente a un diagrama geométrico intentando comprender una parte del razonamiento, hasta el tranquilizante eureka que me libró de la neurosis temporaria inducida por argumentación analítica mal digerida. Pero de esa figura hablaré otro día, porque sigue una línea de investigación aún en curso, que me obligará a pasar por algún oscuro matemático del siglo XIX, a quién he visto acusado de responsabilidad en la introducción del celebrado rigor en el análisis. Por confesión propia, a los matemáticos les gusta el rigor, y parecen haberle pasado la manía a doctos de otra laya. Yo prefiero tener razón a tener una prueba rigurosa, y prefiero acertar a tener razón (y si alguien quiere encontrar un silogismo será a cuenta suya); pero, ante la duda, me amparo en San Feyerabend, y le rezo una oración a la divina Providencia. (Aunque más por la buena influencia de mi abuelita, que por eso de las apuestas pascalianas).

En fin, la cosa es que en ese mismo libro celebrado por el gran Jorge Luis, encuentro la afirmación de que Sir Arthur Eddington dijo haber calculado el número de electrones en el universo, y dan una cifra tan extensa, que yo no veo por dónde, ni cómo, empezaría con semejante conteo. Es más complicado, por ejemplo y por lejos lejos, que pasar por el cuentaganados un humilde hormiguero de tamaño mediano. (Agarrar una hormiga es cosa de manos hábiles, y hasta puede ser peliagudo dependiendo de la especie, pero no me voy a hacer el Wilson hablando de las hormigas, porque de eso no se mucho, exceptuando el hecho obvio de que son más fáciles de manipular que los electrones, que yo nunca vi uno para empezar). Arquímedes había sido más modesto, y comenzaba hablando de las arenas del mar (aunque al poco desbarra con la inmodestia de hablar de cosas muy grandes). Carl Sagan se cansó antes del número mil, según cuenta en uno de esos libros en los que también nos cuenta por qué la ciencia es tan importante (sin darse cuenta de que él no está muy autorizado para hacer eso, porque es científico; el zapatero considera que los tamangos son muy importantes (y yo como que comparto un poco), y los consultores también piensan que la consultoría les hace algún beneficio a los consultados, y yo me quedo más con zapateros, peluqueros y labradores, que con consultores y otros habladores y escribas, por razones que son obvias para cualquiera, en especial el hecho de que las lechugas, los cortes de pelo y las alpargatas son menos prescindibles que el macaneo de los que hablan y escriben de más en vez de agarrar la pala, el pico y arremangarse la camisa; yo considero que la filosofía es muy importante también... Especialmente para los filósofos, que viven de eso...), y su padre, volviendo a Carl, le completó la serie hasta el mil mientras el se bañaba y se ponía el piyama para ir a la catrera, y de paso parece que le metió el pitagorismo en la capocha al fascinarlo con los números grandes y la famosa prueba de Euclides de que siempre hay un número primo más grande (y que, todo sea dicho, es de lo más bonita). No lo quiero invocar a Froid aquí, para no andar metiendo complejos trajédicos en un texto sobre los números grandes, y terminemos hablando de números complejos hasta por el inconsciente... (O incluso de que el órgano eréctil es equivalente a la raíz de menos uno, como ha propuesto, quizá seriamente, cierto afamado psiquiatra y psicoanalista).

La cosa es que yo al número de Eddington de electrones en el universo no le creo ni un pepino. Kasner y Neuman me dicen que, como es obvio, Eddington no los contó. Yo me lo suponía. El número se lo saca de una teoría. Pero a mí las teorías me produce masomenos tanto calambre mental como los números grandes. Aunque la aritmética es útil, porque sirve para ir al mercado, y otros avatares de la vida ciudadana. Y para las necesidades naturales, como diría el estoico Séneca, nunca hace falta mover números grandes. (Nobleza obliga: no sé si realmente Eddington dijo eso, y hasta tengo la duda de si estoy escribiendo bien el apellido del susodicho; cometo el error de citar por segundas, aunque se lo traslado a Kasner y Newman, y yo sólo soy responsable del pecado de reproducción de información sin chequear, y capaz que eso me lo contagiaron los medios de comunicación; como sea, me han hablado de otros números así, y yo los aprendía en la escuela como palabra santa, no teniendo a mano los elementos para hacer los experimentos correspondientes, y a veces sin siquiera saber qué clase de experimentos llevan a tamañas conclusiones; pero creo que eso es práctica masomenos estándar).

viernes, 1 de agosto de 2014

El culo entre dos sillas

Vengo meditando sobre una polémica entre doctos, mientras tomo algunas notas (que, con suerte, podrían salir a luz pública algún día si llegan a adquirir adecuada forma). Uno de esos temas que en una temporada te dicen que sí hay, y en la temporada siguiente que no (como el flogisto, que el antropólogo cognitivo Pascal Boyer lo compara con el concepto de CULTURA en un artículo que traduje por estos días). En ambos casos, los que tales cosas afirman, a favor o en contra, nunca se muestran dubitativos. Están tan seguros de una cosa como seguro están sus detractores de lo contrario (por ejemplo, que selección de grupo sí o que selección de grupo (o multinivel, para agregarle un bit de sofisticación teórica) no) aunque ambas conjuntas no puedan ser verdad; masomenos como eso de que no puede llover y no llover en el mismo lugar y en el mismo instante (y no vale hacer trampa con la excusa vil de que a veces atravesamos una especie de cortina, pasando de la lluvia a la no lluvia; cosa que alguna vez me ha pasado y es de lo más divertido). Cuando uno argumenta, en clásico, debiera respetarse identidad, contradicción y tertium non datur (al menos si uno le cree al manual). Aunque es sensato no descuidar matices y eso de que las cosas no siempre son tan ciertas, habiendo más o menos probables. Como fuere, el tema es que los doctos no andan de acuerdo entre ellos todo el tiempo (menos entre los de ciencias sociales y humanidades, cosa que le sorprendió al físico Kuhn al trasladarse a un departamento académico de una tribu distinta, y le inspiró pensamientos sobre paradigmas, o al menos así lo cuenta en su famoso libro sobre las revoluciones científicas). Entre tanta opinión encontrada, uno que es mono curioso y afecto a los libros, tiene que andar dando banquinazos según cambien los humores de la comunidad científica [y las mareas editoriales; que no se rigen por las leyes de Newton, excepto cuando se trata de cargar las cajas de libros en camiones, darle a alguien literalmente por la cabeza con Ser y Tiempo (Dennett dixit), o cosas así]. (Supongo que en alguna época los maestros carcamales daban cocachos por la cabeza a los alumnos que andaban preguntando de forma insistente por ese asunto de las paralelas de Euclides, o el quinto postulado, diciéndoles que no sean estúpidos, (y que quiénes son para venir a creerse mejor que Euclides, habrase visto!); que les juro que a mí, el famoso postulado, me resulta de lo más claro e intuitivo, en principio, pero si uno se lo piensa más parece que es como una bizquera del intelecto... En fin, a mí las filosofías de las matemáticas me acalambran el cerebro tanto como la teología racional o la física de partículas).

Uno que es lego en casi toda materia sesuda se siente abrumado. Como terapia para semejantes ocasiones mi farmacopedia casera incluye pequeñas dosis del sereno pirronismo de Montaigne.

Recuerdo, a este respecto, un viaje hecho a la capital federal para hacer de claque en el acto político de un candidato que nunca llegó a entusiasmarme ni un poquito, y para un partido al que creo haber pertenecido en alguna época (ahora ya no tengo partidos). Mi devoción a la causa en cuestión dejaba mucho que desear, pero ello no me impidió pasar unos momentos muy divertidos poniendo a punto los dispositivos semióticos para arriar y entusiasmar a la masa, tomando cerveza, y aporreando instrumentos de percusión como mono. Pequeñas felicidades que tiene la vida (y me pregunto si la razón por la que pertenecía a partidos no tenía más bien que ver con esos divertidos rituales, que con toda la doctrina declarada y poco cumplida que suele racionalizarlos, y que a veces le llaman ideología; concepto con el que no me quiero meter, de todos modos, para no empantanarme...). Me parece, para resumir, que en realidad yo tenía ganas de merodear por las librerías de usado en Puan, o en los alrededores de la calle Corrientes, por las cuales circulaba con algún amigo, en bermuda y ushutas, tomando una que otra de esas pico ancho quinientos centímetros cúbicos, que tan cómodas son para los largos paseos metafísicos (y tirar una que otra ficha nocturna en la rocola de un bar de Jazz, en el cual los músicos, justo ese día, decidieron no interpretar). Así, medio en cuatro patas para pispiar un estante casi subterráneo en una de esas de Corrientes, caen en mis manos cuatro volúmenes, un poco antiguos, de los ensayos de Montaigne y en buen francés. Un poco avejentados y polvorientos, pero en muy buenas condiciones. Y todo ello por la módica de diez pe cada uno. Osea cuarenta en total. La hago breve para no cansar: no los compro, y ya en el mismo colectivo de vuelta al pago me empiezan los arrepentimientos. Nunca he vuelto a verlos, y felicito al ciudadano que tuvo la lucidez que a mí me faltó, y los incorporó a sus propios estantes.

A mi buena madre encargué al poco tiempo, ya que iba por esos lares, el echarse unas miradas por Corrientes, como quien se tira una taba. Dada su propensión a malcriarme más de lo que corresponde a una madre espartana (en una de esas porque es salteña, nomás...) se vino desde allá cargando un grueso libraco conteniendo los Ensayos, en versión española de Jordi Bayou Brau y publicados por la Editorial Acantilado, de Barcelona en 2007 (en papel tipo biblia, tapa dura, y una de esas simpáticas cintitas que permiten ahorrarse el separador). Tiene una hermosa dedicatoria que me hizo de puño y letra con ocasión de un natalicio mío, y yo saco un fragmento (páginas 452 y 453) de ese regalo para regalárselo a los ciudadanos que se acercan incautamente a este humilde blog:

"Los campesinos simples son gente honorable, y gente honorable son los filósofos o, según los llama nuestro tiempo, las naturalezas fuertes e ilustres, enriquecidas por una larga instrucción en las ciencias útiles. Los mestizos, que han desdeñado la primera posición, la ignorancia de las letras, y no han podido alcanzar la otra -el culo entre dos sillas, entre los cuales estoy yo y tantos más-, son peligrosos, ineptos, importunos. Son éstos los que turban el mundo. Por eso, por mi parte retrocedo en la medida de mis fuerzas a la primera y natural posición, de donde en vano e intentado salir".