domingo, 22 de septiembre de 2019

Mr. Bond

Desde un punto de vista político, el mercado de bonos es poderoso debido en parte a que diariamente juzga la credibilidad de todas las políticas fiscales y monetarias de un gobierno. Pero su verdadero poder reside en su capacidad de castigar a ese gobierno elevando los costos de sus empréstitos. Incluso una variación al alza de  medio punto porcentual puede dañar a un gobierno que tenga déficit, añadiendo una mayor amortización del principal a sus ya de por sí elevados gastos. Como ocurre en tantas relaciones financieras, se entra en una especie de círculo vicioso. Los pagos de intereses más altos hacen que el déficit resulte más elevado aún. Entonces el mercado de bonos frunce todavía más el ceño. Los bonos se venden de nuevo a un precio de saldo. Los tipos de interés suben de nuevo. Y así sucesivamente. Antes o después el gobierno se enfrenta a tres difíciles alternativas. ¿Deja de pagar una parte de su deuda, verificando así los peores temores del mercado de bonos? ¿O bien, para tranquilizar al mercado de bonos, recorta el gasto en alguna otra partida, contrariando a sus votantes o a determinados grupos de presión? ¿O bien trata de reducir el déficit subiendo los impuestos? El mercado de bonos se inició para facilitar los empréstitos al gobierno; en una crisis, en cambio, puede acabar dictando la política económica de ese gobierno.

Entonces, ¿como ha llegado este "Señor Bond" a hacerse mucho más poderoso que su casi tocayo "Mr. Bond" creado por Ian Fleming? ¿Y por qué en la práctica resulta que aquel, como este último, también tiene "licencia para matar"?

(Niall Ferguson.)

viernes, 13 de septiembre de 2019

Dinero y pánico.

El aspecto crucial que hay que comprender es que con la difusión por todo el mundo occidental de a) las transacciones intrabancarias e interbancarias que no requieren efectivo, b) la reserva parcial bancaria, y c) los monopolios de la emisión de billetes por parte de los bancos centrales, la propia naturaleza del dinero evolucionó de una forma profundamente importante. Ya no cabía concebir el dinero —tal como hicieran los españoles en el siglo xvi— como un metal precioso que había sido desenterrado, fundido y acuñado en forma de monedas. Ahora el dinero representaba la suma total de unos pasivos u obligaciones concretas (depósitos y reservas) contraídas por los bancos. En pocas palabras, el crédito constituía el total de los activos bancarios (préstamos). Parte de ese dinero podía todavía consistir de hecho en metal precioso, si bien una parte cada vez mayor de este último pasaría a guardarse en la cámara acorazada del banco central. Pero la mayor parte de él estaría constituida por aquellos billetes de banco y monedas fraccionarias reconocidos como dinero de curso legal junto con el dinero invisible que existía sobre el papel en los extractos de las cuentas de depósito. La innovación financiera había cogido la inerte plata de Potosí y la había convertido en la base de un sistema monetario moderno, con las relaciones entre deudores y acreedores negociadas o «intermediadas» por unas instituciones cada vez más numerosas denominadas bancos. La función principal de dichas instituciones era ahora la recopilación de información y la gestión del riesgo. Su fuente de beneficios radicaba en maximizar la diferencia entre los costes de su pasivo y los beneficios de su activo, sin reducir las reservas hasta el punto de que la entidad se hiciera vulnerable a lo que se denomina un pánico bancario: una crisis de confianza en la capacidad del banco para satisfacer a sus impositores, que lleva a una masiva retirada de fondos y, en última instancia, a la bancarrota (que en su origen significaba literalmente romper el banco donde se sentaban los banqueros).

jueves, 12 de septiembre de 2019

Potosí

Para trabajar las minas, al principio los españoles pagaron un salario a los habitantes de las aldeas cercanas. Pero las condiciones de trabajo eran tan duras que a partir de finales del siglo xvi hubo que introducir un sistema de trabajo forzado, la mita, por la que se reclutaba a la fuerza a todos los hombres de entre dieciocho y cincuenta años de las 16 provincias de las tierras altas durante 17 semanas al año. La mortalidad entre los mineros era tremenda, debido en gran medida a la constante exposición a los vapores de mercurio generados por el proceso de refinado, en el que el mineral de plata molido se pisaba hasta formar una amalgama con mercurio, se lavaba y luego se calentaba para que el mercurio se consumiera. El aire del interior de los pozos era (y sigue siendo) nocivo, y los mineros tenían que bajar a profundidades de setecientos metros empleando las escaleras más rudimentarias, para trepar de nuevo a la superficie, tras largas horas de excavar, cargados con sacos de mineral atados a la espalda. Asimismo, el desplome de rocas mató y mutiló a cientos de ellos. La nueva ciudad de Potosí, producto de la «fiebre de la plata», era, en palabras de fray Domingo de Santo Tomás, «una boca del infierno, en la que cada año entra una gran masa de gente, que es sacrificada por la codicia de los españoles a su “dios”». Fray Rodrigo de Loaisa calificaba las minas de «simas infernales», señalando que «si el lunes entran veinte indios sanos, el sábado la mitad de ellos pueden salir lisiados». El monje agustino fray Antonio de la Calancha escribía en 1638: «Cada moneda de peso acuñada en Potosí ha costado la vida de diez indios que han muerto en las profundidades de las minas». Cuando se agotó la mano de obra indígena, se importaron miles de esclavos africanos para que ocuparan el lugar de «mulas humanas». Aún hoy, sigue habiendo algo infernal en los sofocantes pozos y túneles de Cerro Rico.

Potosí, lugar de muerte para quienes se vieron obligados a trabajar allí, hizo rica a España. Entre 1556 y 1783, Cerro Rico produjo 45.000 toneladas de plata pura, que luego serían transformadas en barras y monedas en la Casa de la Moneda y enviadas a Sevilla. Pese al aire enrarecido y el riguroso clima, Potosí no tardó en convertirse en una de las principales ciudades del Imperio español, con una población, en su momento de mayor apogeo, de entre 160.000 y 200.000 personas, más que la mayoría de las ciudades europeas de la época. En España todavía se emplea la expresión «valer un potosí» para referirse a algo de gran valor. Parecía, pues, que la conquista de Pizarro había hecho rica a la Corona española por encima de sus más descabellados sueños de avaricia.

viernes, 15 de agosto de 2014

El número de Eddington en la Biblioteca de Borges

Hace un par de días y algo más de trescientos kilómetros, pasaban por mis manos, una vez más, las páginas de uno que estaba en la biblioteca personal de Borges: Matemáticas e imaginación, de Kasner & Newman. En uno de mis habituales cafés bizqueaba frente a un diagrama geométrico intentando comprender una parte del razonamiento, hasta el tranquilizante eureka que me libró de la neurosis temporaria inducida por argumentación analítica mal digerida. Pero de esa figura hablaré otro día, porque sigue una línea de investigación aún en curso, que me obligará a pasar por algún oscuro matemático del siglo XIX, a quién he visto acusado de responsabilidad en la introducción del celebrado rigor en el análisis. Por confesión propia, a los matemáticos les gusta el rigor, y parecen haberle pasado la manía a doctos de otra laya. Yo prefiero tener razón a tener una prueba rigurosa, y prefiero acertar a tener razón (y si alguien quiere encontrar un silogismo será a cuenta suya); pero, ante la duda, me amparo en San Feyerabend, y le rezo una oración a la divina Providencia. (Aunque más por la buena influencia de mi abuelita, que por eso de las apuestas pascalianas).

En fin, la cosa es que en ese mismo libro celebrado por el gran Jorge Luis, encuentro la afirmación de que Sir Arthur Eddington dijo haber calculado el número de electrones en el universo, y dan una cifra tan extensa, que yo no veo por dónde, ni cómo, empezaría con semejante conteo. Es más complicado, por ejemplo y por lejos lejos, que pasar por el cuentaganados un humilde hormiguero de tamaño mediano. (Agarrar una hormiga es cosa de manos hábiles, y hasta puede ser peliagudo dependiendo de la especie, pero no me voy a hacer el Wilson hablando de las hormigas, porque de eso no se mucho, exceptuando el hecho obvio de que son más fáciles de manipular que los electrones, que yo nunca vi uno para empezar). Arquímedes había sido más modesto, y comenzaba hablando de las arenas del mar (aunque al poco desbarra con la inmodestia de hablar de cosas muy grandes). Carl Sagan se cansó antes del número mil, según cuenta en uno de esos libros en los que también nos cuenta por qué la ciencia es tan importante (sin darse cuenta de que él no está muy autorizado para hacer eso, porque es científico; el zapatero considera que los tamangos son muy importantes (y yo como que comparto un poco), y los consultores también piensan que la consultoría les hace algún beneficio a los consultados, y yo me quedo más con zapateros, peluqueros y labradores, que con consultores y otros habladores y escribas, por razones que son obvias para cualquiera, en especial el hecho de que las lechugas, los cortes de pelo y las alpargatas son menos prescindibles que el macaneo de los que hablan y escriben de más en vez de agarrar la pala, el pico y arremangarse la camisa; yo considero que la filosofía es muy importante también... Especialmente para los filósofos, que viven de eso...), y su padre, volviendo a Carl, le completó la serie hasta el mil mientras el se bañaba y se ponía el piyama para ir a la catrera, y de paso parece que le metió el pitagorismo en la capocha al fascinarlo con los números grandes y la famosa prueba de Euclides de que siempre hay un número primo más grande (y que, todo sea dicho, es de lo más bonita). No lo quiero invocar a Froid aquí, para no andar metiendo complejos trajédicos en un texto sobre los números grandes, y terminemos hablando de números complejos hasta por el inconsciente... (O incluso de que el órgano eréctil es equivalente a la raíz de menos uno, como ha propuesto, quizá seriamente, cierto afamado psiquiatra y psicoanalista).

La cosa es que yo al número de Eddington de electrones en el universo no le creo ni un pepino. Kasner y Neuman me dicen que, como es obvio, Eddington no los contó. Yo me lo suponía. El número se lo saca de una teoría. Pero a mí las teorías me produce masomenos tanto calambre mental como los números grandes. Aunque la aritmética es útil, porque sirve para ir al mercado, y otros avatares de la vida ciudadana. Y para las necesidades naturales, como diría el estoico Séneca, nunca hace falta mover números grandes. (Nobleza obliga: no sé si realmente Eddington dijo eso, y hasta tengo la duda de si estoy escribiendo bien el apellido del susodicho; cometo el error de citar por segundas, aunque se lo traslado a Kasner y Newman, y yo sólo soy responsable del pecado de reproducción de información sin chequear, y capaz que eso me lo contagiaron los medios de comunicación; como sea, me han hablado de otros números así, y yo los aprendía en la escuela como palabra santa, no teniendo a mano los elementos para hacer los experimentos correspondientes, y a veces sin siquiera saber qué clase de experimentos llevan a tamañas conclusiones; pero creo que eso es práctica masomenos estándar).

viernes, 1 de agosto de 2014

El culo entre dos sillas

Vengo meditando sobre una polémica entre doctos, mientras tomo algunas notas (que, con suerte, podrían salir a luz pública algún día si llegan a adquirir adecuada forma). Uno de esos temas que en una temporada te dicen que sí hay, y en la temporada siguiente que no (como el flogisto, que el antropólogo cognitivo Pascal Boyer lo compara con el concepto de CULTURA en un artículo que traduje por estos días). En ambos casos, los que tales cosas afirman, a favor o en contra, nunca se muestran dubitativos. Están tan seguros de una cosa como seguro están sus detractores de lo contrario (por ejemplo, que selección de grupo sí o que selección de grupo (o multinivel, para agregarle un bit de sofisticación teórica) no) aunque ambas conjuntas no puedan ser verdad; masomenos como eso de que no puede llover y no llover en el mismo lugar y en el mismo instante (y no vale hacer trampa con la excusa vil de que a veces atravesamos una especie de cortina, pasando de la lluvia a la no lluvia; cosa que alguna vez me ha pasado y es de lo más divertido). Cuando uno argumenta, en clásico, debiera respetarse identidad, contradicción y tertium non datur (al menos si uno le cree al manual). Aunque es sensato no descuidar matices y eso de que las cosas no siempre son tan ciertas, habiendo más o menos probables. Como fuere, el tema es que los doctos no andan de acuerdo entre ellos todo el tiempo (menos entre los de ciencias sociales y humanidades, cosa que le sorprendió al físico Kuhn al trasladarse a un departamento académico de una tribu distinta, y le inspiró pensamientos sobre paradigmas, o al menos así lo cuenta en su famoso libro sobre las revoluciones científicas). Entre tanta opinión encontrada, uno que es mono curioso y afecto a los libros, tiene que andar dando banquinazos según cambien los humores de la comunidad científica [y las mareas editoriales; que no se rigen por las leyes de Newton, excepto cuando se trata de cargar las cajas de libros en camiones, darle a alguien literalmente por la cabeza con Ser y Tiempo (Dennett dixit), o cosas así]. (Supongo que en alguna época los maestros carcamales daban cocachos por la cabeza a los alumnos que andaban preguntando de forma insistente por ese asunto de las paralelas de Euclides, o el quinto postulado, diciéndoles que no sean estúpidos, (y que quiénes son para venir a creerse mejor que Euclides, habrase visto!); que les juro que a mí, el famoso postulado, me resulta de lo más claro e intuitivo, en principio, pero si uno se lo piensa más parece que es como una bizquera del intelecto... En fin, a mí las filosofías de las matemáticas me acalambran el cerebro tanto como la teología racional o la física de partículas).

Uno que es lego en casi toda materia sesuda se siente abrumado. Como terapia para semejantes ocasiones mi farmacopedia casera incluye pequeñas dosis del sereno pirronismo de Montaigne.

Recuerdo, a este respecto, un viaje hecho a la capital federal para hacer de claque en el acto político de un candidato que nunca llegó a entusiasmarme ni un poquito, y para un partido al que creo haber pertenecido en alguna época (ahora ya no tengo partidos). Mi devoción a la causa en cuestión dejaba mucho que desear, pero ello no me impidió pasar unos momentos muy divertidos poniendo a punto los dispositivos semióticos para arriar y entusiasmar a la masa, tomando cerveza, y aporreando instrumentos de percusión como mono. Pequeñas felicidades que tiene la vida (y me pregunto si la razón por la que pertenecía a partidos no tenía más bien que ver con esos divertidos rituales, que con toda la doctrina declarada y poco cumplida que suele racionalizarlos, y que a veces le llaman ideología; concepto con el que no me quiero meter, de todos modos, para no empantanarme...). Me parece, para resumir, que en realidad yo tenía ganas de merodear por las librerías de usado en Puan, o en los alrededores de la calle Corrientes, por las cuales circulaba con algún amigo, en bermuda y ushutas, tomando una que otra de esas pico ancho quinientos centímetros cúbicos, que tan cómodas son para los largos paseos metafísicos (y tirar una que otra ficha nocturna en la rocola de un bar de Jazz, en el cual los músicos, justo ese día, decidieron no interpretar). Así, medio en cuatro patas para pispiar un estante casi subterráneo en una de esas de Corrientes, caen en mis manos cuatro volúmenes, un poco antiguos, de los ensayos de Montaigne y en buen francés. Un poco avejentados y polvorientos, pero en muy buenas condiciones. Y todo ello por la módica de diez pe cada uno. Osea cuarenta en total. La hago breve para no cansar: no los compro, y ya en el mismo colectivo de vuelta al pago me empiezan los arrepentimientos. Nunca he vuelto a verlos, y felicito al ciudadano que tuvo la lucidez que a mí me faltó, y los incorporó a sus propios estantes.

A mi buena madre encargué al poco tiempo, ya que iba por esos lares, el echarse unas miradas por Corrientes, como quien se tira una taba. Dada su propensión a malcriarme más de lo que corresponde a una madre espartana (en una de esas porque es salteña, nomás...) se vino desde allá cargando un grueso libraco conteniendo los Ensayos, en versión española de Jordi Bayou Brau y publicados por la Editorial Acantilado, de Barcelona en 2007 (en papel tipo biblia, tapa dura, y una de esas simpáticas cintitas que permiten ahorrarse el separador). Tiene una hermosa dedicatoria que me hizo de puño y letra con ocasión de un natalicio mío, y yo saco un fragmento (páginas 452 y 453) de ese regalo para regalárselo a los ciudadanos que se acercan incautamente a este humilde blog:

"Los campesinos simples son gente honorable, y gente honorable son los filósofos o, según los llama nuestro tiempo, las naturalezas fuertes e ilustres, enriquecidas por una larga instrucción en las ciencias útiles. Los mestizos, que han desdeñado la primera posición, la ignorancia de las letras, y no han podido alcanzar la otra -el culo entre dos sillas, entre los cuales estoy yo y tantos más-, son peligrosos, ineptos, importunos. Son éstos los que turban el mundo. Por eso, por mi parte retrocedo en la medida de mis fuerzas a la primera y natural posición, de donde en vano e intentado salir".

jueves, 24 de julio de 2014

El trago de Heráclito, y otras conductas semióticas

Consulté a la Intérprete sobre la traducción de un fragmentos de Heráclito. Cuando tengo dudas sobre el asunto siempre empiezo por consultar a Rodolfo Mondolfo. En su libro sobre el filósofo efesio traduce el fragmento de la siguiente manera:

"El Señor, cuyo oráculo está en Delfos, ni dice ni oculta, sino que indica."

(el texto está publicado por la Editorial Siglo XXI, y lleva por título "Heráclito: Textos y problemas de su interpretación"; con primera edición en 1966, acusa versión española de Oberdan Caletti; yo cito por la décima edición de 1998; el fragmento se encuentra en la página 42 como fragmento 93, y corresponde a una cita de Plutarco).

No voy a contar los detalles de la discusión, porque corresponden a un trabajo en curso, lejos aún de publicación. Quiero, más bien, referir a otro problema filosófico y antropológico antiguo. Eso de que somos animales que, entre otras cosas, tenemos conductas que yo calificaría de semióticas.

La reflexión me viene gatillada por lo que leo en la página 9 del mismo libro. Otra cita de Plutarco, que transcribo:

"Algunos, al expresar de manera simbólica, sin palabras, lo que se necesita, ¿no logran ser alabados y admirados de manera destacada? Así Heráclito, al pedirle sus conciudadanos que expresara un pensamiento acerca de la concordia, habiendo subido a la tribuna y tomado una copa de agua fría y hechado en ella arena de cebada y agitando con [un poco de] menta, la bebió y se fue, mostrándoles que el contentarse con lo que se encuentra y no necesitar cosas caras, mantiene las ciudades en paz y concordia."

Ignoro si lo que se dice sobre la concordia es verdad o no. Mi tema ahora es otro. Y trataré de ilustrarlo. Yo me imagino un corto de alguien haciendo el preparado en la tribuna. Sin ningún comentario ni explicación. Simplemente, imaginemos al tipo subiendo a la tribuna, agarrando la copa y haciendo el menjunje. Visto así, sin relato que acompañe la acción, empieza a ser menos plausible la afirmación de que esa acción significa lo que dice Plutarco que la nuda acción de Heráclito significa. Incluso podrían pensarse historias alternativas para dar otro significado a la misma acción (Woody Allen agarró una peli japonesa, la edito de una manera diferente, y le puso una banda de sonido con diálogo alternativo, componiendo una historia distinta de pleno derecho). Pero es algo muy humano. Los monos "sapiens" le dan significado a las cosas, más allá de su pura materialidad (como que el papelito con la cara de Julio Roca o Eva Perón vale, pongamos por caso, tanto como 30 lechugas; o que las X varas de lienzo valen tanto como Y levitas con que Marx pone la paciencia de sus lectores a prueba en larguísimas páginas de su libro tan famoso como poco leído...).

No pude dejar de pensar en lo que Clifford Geertz dice tomar de Gilbert Ryle cuando para hacernos comprender la descripción densa nos explica que un cierre de los párpados del ojo puede ser blink, wink, y no se cuántas cosas más. Un caso aún más patente son los significados prácticos atribuidos a las cosas, por ejemplo la ropa. Recuerdo una dama que estaba casi ofendida cuando le dije que sería más cómodo dar clases con ropa de gimnasia, o con bermudas y ushutas, cuando hace mucho calor en Tartagal. A la dama le pareció una falta de respeto. ¡¿Qué clase de profesor es usted?! (Pregunta que me vengo haciendo hace mucho tiempo, sin saber muy bien que contestar. Pero eso es algo que a los filósofos nos ocurre a menudo).

viernes, 18 de julio de 2014

Kandel y el LSD

De Sigmund Freud se cuentan muchas cosas en relación con la cocaína. No voy a entrar mucho en eso, aunque en el Libro negro del psicoanálisis se cuentan un par de conventillos de lo más patéticamente entretenidos al respecto. Entre otras cosas porque involucran personas de carne y hueso. Pero hoy me voy a dedicar a otro entusiasta del psicoanálisis: Eric Kandel. Y los que circundan la literatura de la neurociencia prenderán las antenitas de vinil.

Kandel es palabra de referencia como investigador de la memoria. Comparte, para agregar más, la autoría de uno de los manuales de neurociencia más exitosos que se han escrito. Y por si fuera poco, ha recibido el premio Nobel de medicina en 2000.

Hay un hecho menos conocido, sin embargo, y es que nuestro amigo Kandel se dedicó a la investigación sobre los efectos del ácido lisérgico en las primeras etapas de su formación científica. Y es lo que relata al comienzo del capítulo séptimo de su libro En busca de la memoria (publicado en español por Katz).

Kandel venía de estudiar medicina, y de pasar una temporada trabajando en el laboratorio del pionero de la neurociencia Harry Grundfest. Todo esto ocurre durante la década del cincuenta del siglo pasado. Grundfest sugiere a Kandel que se asocie con Dominick Purpura, un neurocirujano convertido en investigador de laboratorio. Así lo narra Kandel:

“Cuando lo conocí, él acababa de tomar la decisión de dedicarse al estudio del córtex, la región de mayor desarrollo cerebral. Dom estaba interesado en los fármacos que influyen sobre la mente, de modo que los primeros experimentos que compartimos tenían que ver con el papel que desempeñaba en la producción de alucinaciones visuales un agente generador de efectos psicodélicos, el LSD (dietilamida del ácido lisérgico)” (En busca de la memoria, p. 129).

Kandel cita como antecedentes las investigaciones informales y no académicas de Aldous Huxley, narradas magistralmente en su escrito Las puertas de la percepción. Y continúa:

“La capacidad del LSD y de otras drogas similares para alterar la percepción, el pensamiento y los sentimientos de un modo que sólo nos es accesible en los sueños y en los estados de exaltación religiosa la distingue radicalmente de otros tipos de drogas. La gente que toma LSD a menudo tiene la sensación de que su mente se ha expandido y dividido en dos: una parte organizada, que experimenta los efectos perceptivos intensificados, y otra parte pasiva, que contempla los acontecimientos como un mero observador. Por lo general, la atención se vuelve hacia el interior y se pierde la discriminación neta entre el yo y lo que no lo es, lo que genera en la persona que usa LSD la sensación mística de formar parte del cosmos. En muchas personas, las distorsiones de la percepción adoptan la forma de alucinaciones visuales; en otras, el LSD puede causar reacciones psicóticas similares a la esquizofrenia. Por todas estas propiedades notables, Dom quería averiguar cómo funcionaba el LSD.” (p. 130).

Con anterioridad, los neurocientíficos D. W. Woolley y E. N. Shaw, demostraron que el mecanismo estaba asociado con la serotonina. Se usó musculatura lisa del útero de la rata, con el resultado de que el mecanismo detectado era que el LSD se unía a los receptores de serotonina, desplazándola. Kandel y Purpura lograron probar que el mecanismo podía variar de acuerdo con los tejidos, usando para ello corteza visual de gato:

“Anestesiamos a los animales, trepanamos el cráneo para dejar al descubierto el cerebro y colocamos electrodos en la superficie de la corteza visual. Descubrimos así que en la corteza visual, la serotonina y el LSD no se oponen entre sí, como ocurre en el músculo liso del útero. No sólo tenían el mismo efecto inhibitorio de las señales sinápticas, sino que tenían además un efecto recíproco multiplicador. En consecuencia, nuestras investigaciones, así como otras provenientes de otros laboratorios, parecían contradecir las ideas de Woolley y Shaw de que los efectos distorsivos del LSD se debían al hecho de que bloqueaba la acción de la serotonina en el sistema visual. (Hoy en día, sabemos que la serotonina actúa sobre dieciocho tipos de receptores cerebrales y que, aparentemente, sus efectos alucinatorios se deben a que estimulan uno de esos receptores, propio del lóbulo frontal del cerebro” (p. 131).

De la cita anterior yo resaltaría la palabra “aparentemente”. La razón es que mucha neurocháchara en circulación es menos precavida en la exposición prematura de resultados y sus interpretaciones. (De lo cual no podemos acusar a Kandel, cuyas afirmaciones “aparentemente” respetan la prudencia propia de un buen científico practicante). En particular, no ha faltado neurocháchara aplicada al delicado tema de la serotonina.

Sobre la sensación mística y cósmica que a veces se asocia con el LSD y otras sustancias psicoactivas, existe un interesante y reciente VIDEO del psicólogo Jonathan Haidt, que recomiendo calurosamente a los interesados.