martes, 6 de mayo de 2014

La sospecha

En mi segunda vida en Tartagal (estoy por la tercera) anduve mudado al departamento que se conoce entre los asiduos como el Gran Hermano. Allí, merced a la buena disposición de un colega, sólo he colaborado mensualmente con unos cuantos pesos, que ni se acercan a lo que costaría un buen carrito de supermercado lleno a medias, y me han recibido como un miembro más, de pleno derecho. Por ello estoy justamente agradecido.

Hechas observaciones que la nobleza manda, habría que entrar en tema. En este caso, los libros que he dejado allí al mudar de vida, y que voy retirando de a puchos que coinciden con paseos por mi adoptiva ciudad. En fecha reciente, mi reemplazo en el Gran Hermano me hablaba de aquellos libros, y de sus visitas a los aforismos de La Rochefocauld (aunque ello no por mis libros; que no tenía las obras del duque hasta que hace unas semanas, en una cadena de librerías que ni pienso nombrar si no me pagan algún austral para eso, adquirí un volúmen, bellamente encuadernado y presentado en azul y perla, con obras clásicas de moralistas franceses). Tampoco pregunté a mi amigo, mientras los naipes deslizaban en el paño verde al ritmo de las fichas acumulándose en el pot, por la fuente de sus indagaciones. Agregué que algo no me cerraba con La Rochefoucauld por esos días. Mencioné una preferencia, en materia de aforismos, por un notable alemán: George Christoph Lichtenberg. (Debería haber señalado el Juan de Mairena, que es una de mis debilidades). Hablé sobre su inteligencia y sentido del humor, tomando por exempla la siguiente muestra: Como no pudieron ponerle una cabeza católica le cortaron la protestante.

Ustedes se preguntarán cómo es posible que un mediano como yo tenga la osadía de mirar a La Rochefoucauld de reojo. (Al final de cuentas, yo soy el que compra libros de él). Es un problema hermenéutico. De interpretación de la acción. En concreto, creo percibir, a menudo, un sesgo hacia la opción de tomar, entre interpretaciones posibles (partiendo del supuesto, además, de que toda acción puede o debe ser interpretada) las menos halagüeñas según estándares éticos del noble cánon de las abuelitas (la decencia básica, le dicen algunos en expresión que no me desagrada). Algo así como el popular: piensa mal y acertarás. En el siguiente caso la formulación es de una economía y elegancia difíciles de superar:

Aforismo 107. Resulta difícil juzgar si un procedimiento claro, sincero y honrado es consecuencia de la rectitud o de la astucia.

Encuentro similitudes con la asunción, en clave evolucionista, de que el altruismo es alguna clase de astucia de la razón material que favorece la proliferación de algo llamado genes. El altruismo como un utilitarismo sofisticado e inconsciente. Eso de que los genes son egoístas, y que una de sus tácticas es conflagrarse hasta construir grandes máquinas de guerra, organismos, una de cuyas tácticas consiste en actos que no favorecen a la máquina individual, pero sí al inestable blueprint que cada célula esconde en su parte más íntima, y que permite construir el organismo en su totalidad. Richard Dawkins se hizo famoso por su librito de divulgación sobre el asunto. Aunque para la autoría habría que indagar los apellidos Williams, Hamilton y, sobre todo, Trivers. Robert Trivers es conocido desde hace mucho tiempo, pero alcanzó el megaestrellato en fecha reciente. El autor de bestsellers y psicolingüista experimental Steven Pinker ha considerado que sus aportes son de la mayor importancia para la teoría social. Según Trivers, muchos conflictos humanos, en especial intrafamiliares, pueden explicarse por la cantidad de genes que compartimos. En las últimas décadas ha publicado artículos y libros defendiendo su teoría del autoengaño como estrategia innata para mejorar el engaño interpersonal. El aforismo sería: nos mentimos a nosotros mismos para mejor mentir a los demás. Su libro de reciente publicación lleva por título The folly of fools, y en su lengua original solo conozco la introducción y el primer capítulo (que me descargué como muestra en famoso sitio web de venta de libros, que no pienso nombrar si no me pagan algún austral por ello...); pero he adquirido y ojeado con placer la versión castellana, cuyo título el traductor decidió (él sabrá por qué) volcar como La insensatez de los necios.

Otro ejemplo lo provee Vigilar y castigar, la narración de Foucault sobre el origen de la prisión moderna. Ahí podemos observar, en las primerísimas páginas, la confrontación entre una descripción descarnada del suplicio al regicida Damiens, y la transcripción de algunos reglamentos para una casa de reclusión. Todo un cambio en la forma de castigar: de la tortura al encierro. Los reformistas, señala Foucault, nos hablan del salvajismo de los suplicios, y de la necesidad de suavizar las penas. Pero nos recomienda no dejarnos engañar por esas declaraciones. En el fondo, hay que entender las razones de economía y eficacia de los poderes que subyacen a esas declaraciones humanitarias. Así, podemos leer en la página  23 de mi edición española (publicada por siglo XXI):

"La atenuación de la severidad de las penas en el transcurso de los últimos siglos es un fenómeno muy conocido de los historiadores del derecho. Pero durante mucho tiempo, se ha tomado de una manera global como un fenómeno cuantitativo: menos crueldad, menos sufrimiento, más benignidad, más respeto, más "humanidad". De hecho, estas modificaciones van acompañadas de un desplazamiento en el objeto mismo de la operación punitiva. ¿Disminución de intensidad? Quizá. Cambio de objetivo, indudablemente."

Por lo tanto, si ya no se admite el salvajismo de la tortura supliciante no sería, dice el gran Michel, porque nos hemos vuelto un poco menos trogloditas, sino como forma de cambiar el foco de la cosa para más y mejor vigilar y castigar. Y para mejor producir a partir de la gestión diferencial de ilegalismos y delincuencia. Más que humanismo, entonces, lo que habría es una mejorada economía política de la inmersión de los cuerpos en campos de poder. Dicen los expertos en Foucault que estas reflexiones corresponden a algo que llaman etapa genealógica de su pensamiento, cuyas líneas maestras pueden encontrarse, dicen también, en un texto que gira alrededor de Nietzsche.

Nietzsche, por su parte, no ahorra pirotecnia verbal. La moral, es decir, toda nuestra cantinela sobre bien y mal, correcto e incorrecto, no es más que un gran error; y los ideales ascéticos no son otra cosa que voluntad de poder que, impotente de volcarse al dominio exterior, se interioriza. No hay hechos morales. Solo distintas tácticas de ejercicio del poder. Recomiendo para muestra, en su Crepúsculo de los Ídolos, un sombrío conjunto de reflexiones sobre los mejoradores de la humanidad. Allí enuncia sin tapujos su idea de la inexistencia de hechos morales, y de la moral como una forma falaz de creación e imposición de formas de vida. Sostiene que el cristianismo ha conseguido DOMAR a la muy rubia bestia aria teutónica volviéndola débil y enfermiza, mientras que las leyes de Manu en la India se comparan con la CRÍA SELECTIVA de especies. De paso no pierde oportunidad para celebrar esto último, incluidas sus repugnantes prácticas respecto a los "chandalas", que me abstengo de transcribir. A Nietzsche le parece un mundo moral más amplio y mejor aireado. Como es sabido, Nietzsche detesta el igualitarismo (lo cual me dificulta la comprensión de la manera en que se las arreglan algunos amigos para ser Nietzscheanos de izquierda; aunque no deseo insistir en el asunto, pues yo vivo mis propias contradicciones, y con la vara que uno mide...). Dejo a Nietzsche, no sin antes reparar en una cita del texto que comentamos:

Ni Manu, ni Platón, ni Confucio, ni los maestros judíos y cristianos han dudado jamás de su derecho a la mentira. No han dudado de otros derechos enteramente distintos... Para expresarlo con una fórmula, se podría decir: todos los medios empleados hasta ahora para hacer moral a la humanidad eran, de raíz, inmorales...

Nietzsche, Marx y Freud han sido denominados los maestros de la sospecha por el filósofo hermeneuta francés Paul Ricoeur. Marx no se ha ocupado mucho sobre cuestiones morales. Sus sospechas se vuelcan, sobre todo, a la "falsa conciencia" que sostiene las relaciones sociales en el capitalismo (tema en el que no hemos de entrar aquí). Es conocida, también, la manía freudiana de hallar significados ocultos en las acciones humanas y en los sueños. Un freudiano mucho más reciente, escribiendo un texto sobre la mentira, señalaba, siguiendo a su maestro, que la noción de una conducta (lapsus, acto fallido, contenido de conciencia aparentemente sin significado) sin una causa concreta es anticientífica. Vamos a un ejemplo. En la década de los noventa, y en pleno discurso presidencial, Carlos Menem dijo: vamos a repartir la droga, queriendo decir vamos a combatir la droga. Los expertos en fallidos se hicieron la fiesta. Lejos de la menor intención de defender al susodicho, no encuentro ninguna necesidad de buscar significado a esa clase de cosas. Quizá dedique otro escrito, algún día, a ofrecer mis razones. Por lo pronto, no veo nada anticientífico en negarse a andar interpretando cualquier conducta (más bien diría que la interpretacionitis es una pendiente resbaladiza hacia lo poco científico). Me limito a observar que, ciertamente, toda conducta, en tanto comportamiento material, tiene una(s) CAUSA(S) (un problema que algunos filósofos de la mente no parecen comprender); pero no necesariamente es SÍNTOMA de algo a interpretar. En cuanto a las pruebas de Freud, no pocas veces están sostenidas por cosas tan científicas como hipnosis o interpretación de sueños, con los resultados conocidos por cualquier persona mas o menos culta.

En un libro reciente, destinado a la explicación de la conducta social, el sociólogo noruego Jon Elster hace un interesante esfuerzo por precisar la cuestión de las motivaciones altruistas y egoístas, tomando por fuentes, entre otros, al propio Rochefoucauld con el que iniciábamos. Según este autor, y es difícil no acordar, hay sobrada evidencia de que las personas pueden acometer toda clase de ACTOS altruistas. Lo que no es tan fácil es establecer que en su origen las MOTIVACIONES de todos esos actos son altruistas. Un hermeneuta imaginativo siempre podrá encontrar posibles móviles viles o mezquinos para la acción en apariencia más bella. En la página 116 de La explicación del comportamiento social, Elster da la siguiente cita que atribuya a Montaigne: "Cuanto más llamativa es una buena acción, más rebajo de su bondad la sospecha que en mí nace de que haya sido realizada más por ser llamativa que por ser buena; al ser exhibida, casi se vende". Luego escribe:

En el límite, los únicos actos virtuosos son los que nunca salen a la luz. La angelical abuela del narrador de Proust había internalizado este principio de manera tan exhaustiva que atribuía todas sus buenas acciones a motivos egoístas. Habida cuenta de que la virtud tiene esa característica de borrarse a sí misma, puede haber más de la que salta a la vista. Por otras razones, desde luego, puede haber menos.

La idea de que debemos pensar mal para acertar suele inquietarme. En mi ingenuidad, quisiera que sea cierta la penúltima oración de la cita anterior, y no la última. Creo que hay una buena razón, no obstante, para leer filosofías de la sospecha. Instruyen al público general sobre la manera de pensar de aquellos que son incapaces de creer que en el mundo pueda existir un acto de genuina nobleza.

Y hablando de sospecha: hay que tener en cuenta que, si bien la interpretación no atina en todos los casos a expresar la cosa interpretada, siempre tiene algo para decirnos sobre lo que habita en la imaginación del intérprete.